En una sociedad democrática, el interés común se logra proporcionando servicios públicos eficientes, asegurando el acceso a los derechos fundamentales a toda la ciudadanía y respetando el principio de imparcialidad. En este contexto, un conflicto de intereses ocurre cuando intereses “secundarios” – normalmente privados y personales, también conectados con grupos específicos – amenazan la búsqueda de los intereses colectivos.

Cuando hay corrupción, hay usualmente una hiper-privatización del bien común: es decir, hay corrupción cuando alguien deliberadamente elige perseguir sus propios intereses en detrimento de los colectivos, dañando el bien común y reduciendo la posibilidad de todas las personas de alcanzar el bien común.

El conflicto de intereses es difícil de reconocer. Es por ello que en el ámbito público hay muchas leyes, reglas y procedimientos buscando prevenirlo, determinando cómo un/a funcionario/a público/a debería comportarse en una posible situación de conflicto de intereses. Es una cuestión de ética pública.

Por el contrario, en nuestra esfera privada hay una cultura de integridad que puede guiarnos a reconocer y gestionar una situación como esta, que cualquiera podría enfrentar al menos una vez en la vida. Cuando sucede, estamos obligados/as a considerar nuestros roles, responsabilidades, comportamientos, y relaciones de las personas implicadas. Solo teniendo en cuenta todos estos aspectos podemos tomar la decisión correcta, por ejemplo, evitando dañar el bien común mientras buscamos el interés personal.